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Sunday 24th of November 2024
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La vía mística

La Vía Mística consiste en reconocer ciencia y acción como igualmente necesarios. Apunta a eliminar los obstáculos de orden personal y a purificar el carácter de sus defectos. El corazón termina así por desembarazarse de todo lo que no es Dios, por cuidarse tan sólo del nombre de Dios. Pero la ciencia me era más fácil que la acción. Comencé por leer las obras sobre mística: «El Alimento de los Corazones» por Abu Talib al-Makki, las obras de Al-Harit al-Muhasibi, las citas de al-Yunayd, de al-Shibli o de Abu Zayd al-Bastami y de otros sheijs. Aprendí así la quinta esencia de su propósito especulativo y lo que puede adquirirse por la enseñanza y el oído. Pero se me hizo manifiesto que lo que les es específicamente propio no puede alcanzarse sino mediante el «gusto», los estados del alma y la mutación de los atributos. Es lo que ocurre con la salud y la saciedad, por ejemplo.
¡Qué diferencia existe entre, por una parte, el simple conocimiento de sus definiciones, de sus causas y de sus condiciones respectivas y, por otra parte, el hecho de estar uno mismo en buena salud o plenamente saciado! ¡Entre el hecho de estar ebrio y el conocimiento de la definición de la ebriedad (es el estado debido a los vapores que suben del estómago al cerebro!)! El borracho no conoce la definición y la ciencia de la ebriedad, tampoco duda de ella. Y quien está sobrio las conoce bien, aunque esté en ayunas. Del mismo modo, un médico enfermo conoce muy bien la definición de la salud, sus causas y los remedios que la restablecen: no obstante está enfermo. Y bien, conocer la realidad de la vía ascética, con sus condiciones y sus causas, es una cosa; pero es cosa totalmente diferente que estar efectivamente en el estado del alma del ascetismo y del desprendimiento de los bienes de este mundo. Así pues, comprendí con certeza que los místicos no son oradores, sino hombres que tienen ciertos estados de alma. Lo que podía aprenderse lo aprendí. El resto es asunto de degustación y de buen camino.
Gracias a mis investigaciones en el dominio de las ciencias, tanto religiosas como racionales, había llegado a una fe inquebrantable en Dios, en la Revelación y en el Juicio Final. Estos tres principios religiosos se habían grabado fuertemente en mi corazón, no como efecto de argumentos escogidos y bien redactados, sino como consecuencia de motivos, circunstancias y experiencias que no me es posible enumerar.
Veía también con claridad que no podía esperar la felicidad eterna salvo en el temor de Dios y en el alejamiento de las pasiones, es decir, comenzando por romper los vínculos que tenía mi corazón con el mundo. Me era preciso abandonar las ilusiones de aquí abajo, para volverme hacia la Morada Eterna y hacia el máximo extremo del deseo de Dios. Todo esto exigía evitar el honor y el dinero y huir de todo lo que ocupa y retiene al hombre. Entré entonces en mí mismo: estaba enredado en los vínculos que me ligaban por todas partes. Reflexioné en mis actos - en cuanto a mis enseñanzas, éstas eran óptimas- y vi que mis estudios eran fútiles, que carecían de utilidad con respecto al Sendero. Y, además ¿con qué fin dispensaba yo mis enseñanzas? Mi intención no era pura, no se orientaba hacia Dios. ¿No era acaso mi propósito más bien ganar gloria y renombre? Me hallaba oscilando al borde de un precipicio; si no cambiaba de posición iba a caer en el Fuego. No dejaba de pensar en todo esto, mientras que permanecía no obstante indeciso. Un día, decidía abandonar Bagdad y cambiar de vida; mas al día siguiente, cambiaba de criterio. Daba un paso hacia adelante y otro hacia atrás. Por la mañana experimentaba la sed ardiente del Más Allá, que, por la tarde, los ejércitos del deseo venían a atacar y a vencer. La concupiscencia me encadenaba en el lugar en que me hallaba, mientras que el heraldo de la fe me gritaba: «¡Ponte en camino! ¡Ponte en camino! La vida es breve y largo el viaje. La ciencia y la acción son sólo apariencias y falsos pretextos para ti. Si ya no estás listo, desde ahora mismo, para la Otra Vida, ¿cuándo lo estarás? Y si no rompes ahora mismo tus amarras, ¿cuándo pues, lo harás?». En este momento se produjo el impulso: adopté la decisión de partir. Pero volvió Satán para decirme: «¡No se trata más que de un accidente! No te dejes arrastrar, esto pronto pasará... Si cedes, perderás estos honores, esta situación estable y tranquila, esta perfecta seguridad sin rival. Corres el riesgo de reprochártelo después y lamentarlo: volver atrás no será fácil...» Estos tirones entre la concupiscencia y los llamados del Más Allá, duraron cerca de seis meses -desde el mes de Rayab del 488 -durante los cuales pasé del libre albedrío a la necesidad. En efecto, Dios me ató la lengua, y así me impidió enseñar. Quise luchar contra esto, para hablarles por lo menos una vez a mis alumnos, pero mi lengua rehusó todo servicio. Y este nudo de la lengua hizo nacer una melancolía en mi corazón. Ya no podía tragar nada, ni le encontraba gusto alguno a los alimentos, ni a las bebidas. Se debilitaron mis fuerzas.
Los médicos desesperaron: «el mal, dijeron, se ha instalado en el corazón, desde donde ha incidido en los humores; no hay otro remedio que librarlo de la preocupación que lo roe». Sintiendo mi impotencia, incapaz de decidirme, me remití a Dios, último recurso de los necesitados. Y fui satisfecho por Aquél que «escucha al necesitado, cuando éste le ruega» (Corán, 27:62). Él me volvió fácil la renuncia a los honores, al dinero, a la familia y a los amigos. Fingí querer viajar a la Meca, cuando me preparaba en Bagdad para partir hacia Damasco. Temía, en efecto, poner sobre aviso al Califa y algunos amigos. Me fue preciso, finalmente, usar ciertas estratagemas para abandonar Bagdad, decidido como estaba a no volver ya más. Me expuse así a los reproches de los iraquies, ninguno de los cuales podía suponer que yo pudiese renunciar, por motivos religiosos, a una enseñanza que representaba, ante sus ojos, la cima de la religión «ese es todo el conocimiento que pueden alcanzar» (Corán, 53:30).
Enseguida, la gente formuló las más diversas hipótesis. Algunos, en el exterior del Irak, creyeron que mi partida había sido impuesta por las autoridades. Otros, próximos a éstas, viendo su insistencia en conservarme y mi propio desprendimiento decían: « ¡Es un golpe del cielo, un encantamiento que ha golpeado a los musulmanes y a los sabios!» Abandoné, pues, Bagdad, después de haber distribuido mi dinero, y conservando tan sólo lo estrictamente necesario para alimentar a mis hijos. Efectivamente, mi dinero iraquí quedó reservado para las buenas obras, invertido en fundaciones piadosas destinadas a los musulmanes. Por lo demás, no veía en el mundo otro bien que el sabio pudiese utilizar mejor para su familia., Me trasladé a Damasco, donde pasé cerca de dos años, consagrado al retiro y a la soledad, al ejercicio y a los combates espirituales, totalmente ocupado en purificar mi alma, un pulir mi carácter, en limpiar mi corazón para que recibiese a Dios -en observar, pues, la enseñanza de los místicos-.
 Me alojé durante algún tiempo en la Mezquita de Damasco: pasaba el día en lo alto del minarete, tras haberme encerrado en él. De Damasco, fui a Jerusalén: todos los días me encerraba en la Mezquita de la Roca. Llegó entonces el llamado de los Santos Lugares, del peregrinaje a la Meca, a Medina (donde se hallaba el Profeta) -tras haber visitado la tumba de Abraham- y me puse en camino hacia el Hiyaz. Después, ciertas preocupaciones y problemas de familia me llamaron a mi «patria». Volví, pues, a ella, aunque no podía estar más lejos de desear volver: prefería el retiro, por gusto de la soledad y deseo de abrir mi corazón a la plegaria. No obstante, las circunstancias, las preocupaciones domésticas, las obligaciones materiales habían falseado el sentido de mi decisión y perturbado lo mejor de mi soledad. Mi alma no estaba en paz sino sólo a intervalos intermitentes -a los que aspiraba sin cesar, a los que, a pesar de los obstáculos, siempre volvía. Mi período de retiro duró alrededor de diez años, en el curso de los cuales tuve innumerables e inagotables revelaciones.
Me bastará con declarar que los místicos siguen muy particularmente el Camino de Dios. Su conducta es perfecta, su camino, recto, su carácter, virtuoso. ¡Súmense, entonces, la razón de los razonables, la sabiduría de los sabios, la ciencia de los Doctores de la Ley! ¿Podrá contarse así con mejorar su conducta o su carácter? ¡Seguramente no! Porque todo lo que en ellos se agita o reposa, su apariencia y su fuero interno, todo se ilumina con la llama de la Profecía que está en su nicho. Y no hay otra luz sobre la faz de la tierra... (Alusión a la Sura de la Luz). ¿Qué decir de un Camino en el que la purificación consiste, ante todo, en limpiar el corazón de todo lo que no es Dios; que comienza en lugar de «el estado de sacralización» que abre la plegaria, por la fusión del corazón en la mención de Dios y que acaba por la total aniquilación en Dios? Y sin embargo, este punto al que se arriba no es más que un comienzo con respecto al libre arbitrio y a los conocimientos adquiridos. A decir verdad, es el comienzo del camino, del cual lo que precede no es mas que la antecámara. Desde el comienzo, se inician las Revelaciones y las visiones. En estado de vigilia, los místicos contemplan a los ángeles y a los espíritus de los Profetas: oyen sus voces y reciben el beneficio de sus consejos. Después se elevan, de la visión de las imágenes y de los símbolos, a grados innegables. Nada puede intentar expresar estos estados del alma, sin caer en un inevitable fracaso. Dicho en pocas palabras, los místicos arriban así a una proximidad que, para algunos podría ser casi la Inherencia, para otros, la Unión y, para otros, la Conexión. Cosa que es falsa, como lo hemos mostrado en nuestro tratado sobre Al-Maqsad al- Asna. Todo lo que debería decir aquél que se encuentra en ese estado, es este dístico: «Sea lo que fuere lo ocurrido, de ello nada diré. Y tú, piensa en ello con buena intención: ¡no me interrogues!» Porque aquél que no ha tenido el privilegio de la gustación no conoce, de la realidad de la Profecía, más que el nombre. En realidad, los milagros de los santos prefiguran a los profetas. Tales fueron los comienzos de
Muhammad, cuando fue a aislarse en oración, sobre el monte Hira y los árabes decían: «Muhammad arde en el deseo de Dios!» Quien practica el Camino gusta de estados de éxtasis semejantes. Y aquél que no los ha gustado puede, frecuentando a los místicos, recoger directamente su testimonio, cuyo contexto le dará una plena certeza, o bien, asistiendo a sus sesiones, beneficiarse con su fe (porque nunca son compañeros de infortunio). En cuanto a aquél que no ha podido frecuentarlos, que esté seguro de que todo ello está absolutamente probado, como lo he dicho en el capítulo ‘Aja’ib Al-Qalb de mi obra sobre «La Vivificación de las Ciencias Religiosas». Pues bien, la Ciencia es la verificación por la prueba; la Degustación es el conocimiento íntimo del éxtasis; y la Fe, fundada en la conjetura, es la aceptación de los testimonios orales y los de la experiencia. Tales son los tres grados, y «Dios elevará en jerarquía a aquéllos que, entre vosotros, hayan creído y hayan recibido la ciencia». (Corán, 58:11)
Los otros son los ignorantes. Niegan, por principio, todo lo que se les dice sobre este tema, se asombran, escuchan no obstante, se burlan y dicen: «¡Qué de historias! ¡Qué divagaciones!». Es de éstos de quienes Dios ha dicho: «Entre los infieles, los hay que escuchan, pero cuando finalmente, salen de tu casa, les preguntan a quienes han recibido la ciencia: «¿Qué es lo que acaba de decir? Estos son aquellos cuyo corazón ha sido sellado por Dios y que siguen sus propias doctrinas perniciosas». (Corán, 47:16)

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